Lee un extracto de "Montreal Salvaje" de José Salvador
- La Fábrica de Letras
- 27 sept 2023
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 21 nov 2023
A continuación encontrarás el primer relato completo del libro Montreal Salvaje de José Salvador.

Jean le Loup es abstemio
Lejos había quedado el verano del dos mil ocho, cuando crucé medio continente para iniciar una nueva vida. Llevaba más de seis años viviendo en Montreal, uno de ellos en Mile End. Cada mañana despertaba con una resaca que evidenciaba mi constante consumo de alcohol. Ese domingo no era la excepción.
El reloj marcaba las diez y en mi estómago, un vacío feroz se instalaba mientras mi cerebro rebotaba contra las paredes de mi cráneo en forma de una masa líquida dentro de un frasco agitado con furor. Esperé a que el mundo dejara de dar vueltas y me senté sobre el colchón que no había abandonado el piso desde mi llegada. Me puse unos jeans, una camiseta y me calcé las zapatillas. Revisé la billetera, aún mantenía parte de la paga anterior. Tenía treinta años y una cabellera que aún no comenzaba a abandonar mi frente. La acomodé con un estilo desordenado, me coloqué las gafas polarizadas y salí de mi semisótano a enfrentar la mañana soleada que el mes de julio lanzaba sobre la ciudad, como lo haría un vigilante con su potente lámpara, directo a las pupilas de su sospechoso.
Subí las escaleras; una familia hindú ingresaba al edificio, les cedí el paso. La mujer dejó escapar un gesto de disgusto al pasar frente a mí, debió ser el olor a combustible etílico quemado que escapaba de mis poros. Cerré la puerta y anduve por el largo pasillo que aún se mantenía a la sombra gracias a dos enormes edificios que lo bordeaban. Tras recorrer los metros necesarios, llegué a la acera de la avenida du Parc; mi madriguera se encontraba oculta justo en esa vía que hacía esquina con Van Horne. Metí las manos en mis bolsillos y me planté a la sombra de un árbol, respiré el aire fresco que la metrópoli francófona me ofrecía y decidí que mi desayuno sería mexicano, al igual que yo.
Comencé a caminar hacia la derecha con un aire de dueño del mundo, pues lo era: joven, libre y con veinte dólares en la bolsa. Mi destino estaba decidido, “Ta Chido Snack Bar”, así que continué recorriendo la avenida pasando por Bernard hasta llegar a la altura de Saint-Viateur. Ahí, un pequeño y colorido local me esperaba con la promesa de alimentarme con un pedazo de mis raíces, aderezado con una pizca de añoranza, picante y precios exorbitados. Esto último no importaba; cuando el alma tiene hambre, hay que atenderla.
El verano en la ciudad es el momento ideal —y único— para disfrutar de las terrazas, así que me hice de un lugar en una pequeña mesa de dos plazas, de color rojo y ubicada a un costado de la entrada del restaurante.
Miré el reloj: eran las diez y treinta. Con cuatro números formando parte de la hora, ya era apropiado pedir una cerveza. Opté por una pinta clara y calamares fritos. La bebida llegó primero, acompañada por una oleada de carcajadas proveniente de la mesa contigua. Les eché un vistazo: un hombre de unos cincuenta y tantos años, de piel enrojecida, nariz afilada y ojos inquietos, hundidos en un mar de arrugas sobre unas pronunciadas ojeras. Su sonrisa mostraba todos sus dientes. Llevaba un sombrero negro con una pluma desgastada, de donde escapaban mechones de cabello lacio y grasoso. A su lado, una joven de no más de veinticinco años, alta, menuda, de piel clara y cabello dorado, ojos verdes, labios rosados delgados y una timidez que despertaba curiosidad. «Debe ser Jean le Loup», pensé. Lo supuse porque su canción I Lost My Baby había sido la banda sonora de innumerables fiestas con amigos latinos y borrachos, cantando a voz en cuello acompañados por su guitarra.
Nunca he sido de idolatrar a los demás, así que hice como si no los hubiera reconocido. Le di un sorbo largo a mi cerveza y escuché un «¡Hey!» desde su mesa. Giré hacia ellos y me encontré con la sonrisa del hombre de dientes prominentes, que en un inglés con acento francés, preguntó:
—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
—José —respondí.
—Mucho gusto, José. Te he visto caminando por aquí y me preguntaba, ¿quién es ese hijo de puta? —soltó una carcajada y clavó la mirada en mi cerveza burbujeante, iluminada por el sol.
—Bueno, solo soy un mexicano en Montreal —contesté, levantando el vaso en señal de saludo.
—¿Y qué haces aquí, José?
—Soy músico —continué, en parte porque sabía que era lo que mejor me posicionaba, y en parte porque realmente creía serlo, a pesar de que mi economía dependía de cortar montones de cebolla en una cocina calurosa y húmeda. —¿Y tú? —El hombre volvió a reír a carcajadas ante mi pregunta.
—También soy músico. Me llamo Jean, y ella es Clara.
—Encantado, Jean y Clara.
—¿Qué haces mañana? Vamos a grabar unas canciones en mi estudio. ¿Tocas el bajo?
—Por supuesto. ¿A qué hora y dónde?
—Te veo a las once en Beaubien y Parc. No faltes.
—Allí estaré —acordé y seguí con mi desayuno. Ellos retomaron su conversación y se marcharon antes que yo. Jean se despidió con un ademán de su mano y su sombrero, como lo haría un mago callejero. Todo era fantástico: el verano, la mañana, el encuentro fortuito. Ahora solo necesitaba un bajo.
A solo unas cuadras de Ta Chido se encuentra una casa de empeño, una de tantas en la ciudad, el banco oficial de los pobres. Caminé hasta allí, esperé el chirrido de la puerta y entré. De las paredes surgían todo tipo de objetos y aparatos, en las vitrinas, cámaras de video anticuadas, algunas consolas y un sinfín de videojuegos. Fue en la pared del fondo donde vi mi oportunidad de dejar atrás el anonimato y convertirme en una verdadera estrella del rock quebequense. Mi boleto era un bajo de color rojo escarlata con tapa negra y mástil de madera de pino. No tenía marca y su construcción parecía algo improvisada, pero era lo único que podía conseguir por menos de cincuenta dólares. Solo me faltaba el dinero. Acudí a mis escasos ahorros y vacié mi cuenta hasta el último centavo. Compré el instrumento y me preparé; sería el nuevo bajista de Jean le Loup.
Llegó la mañana sin rastro de resaca; todo el dinero se había convertido en "una guitarra de cuatro cuerdas", como alguien me había dicho alguna vez. Desayuné un huevo frito y café antes de salir al encuentro. Al acercarme a la esquina de Beaubien, identifiqué la figura alta y delgada de Jean, vestido de negro, quizás con la misma ropa del día anterior. Estaba solo, me recibió con un abrazo y la mirada desorbitada. Me contó que estaban trabajando en algunas melodías para su chica y que mi ayuda les vendría bien. Me invitó al estudio y nos adentramos en callejuelas del barrio hasta llegar a un enorme edificio que alguna vez fue una fábrica, ahora convertido en lofts para proyectos hipsters de personas adineradas y algún que otro artista genuino, como el caso del lobo.
Entramos y un aire húmedo y frío nos recibió. Comenzamos a subir escaleras, tras una de esas puertas elaboraban kombucha, la desagradable moda de aquellos tiempos. Ascendimos varios pisos hasta toparnos con una enorme puerta metálica suspendida de una barra. Jean la deslizó y reveló un amplio estudio con pisos de madera, decorado con varias alfombras persas desgastadas y manchadas que sostenían baterías, amplificadores y micrófonos. Al fondo, estantes con equipo de grabación, una estación de trabajo y filas de cables por doquier. Desde las ventanas, se apreciaba una hermosa vista de la ciudad. Me indicó dónde dejar mi instrumento y luego salimos para que Jean fumara.
Bajamos las mismas escaleras, que ahora parecían más familiares, salimos del edificio y caminamos por un amplio estacionamiento. Dábamos vueltas en círculos, repitiendo, juraría, los mismos pasos. Jean gesticulaba nervioso con la mano derecha y jugaba con el cigarrillo en la izquierda mientras me contaba su vida, su carrera y sus planes a corto plazo. No me miraba a los ojos; en cambio, conversaba con el aire. A menudo nos sentábamos en la acera, se rascaba la cabeza y volvía a sus historias. Me sentía algo desorientado, pero me animaba escuchar a alguien que había logrado vivir de sus sueños. Desde un piso superior, alguien asomó la cabeza y gritó que ya estaban todos los músicos listos. Subimos.
Nos reunimos con otros cinco integrantes, todos muy jóvenes. Conectamos los equipos e hicimos pruebas de sonido. El bajo se escuchaba terrible, las cuerdas vibraban produciendo un sonido metálico más doloroso que melódico. Intenté afinarlo, pero no lo conseguí. Comenzó la primera canción y, con los acordes, logré añadir algunas notas que desgarraban la melodía. Todos me observaban, en especial Jean, quien se mostró paciente. Se acercó, me pidió el instrumento y, tras observarlo un momento con el cigarrillo colgando de sus labios, se rió y me lo devolvió. Levantó la mano y su ingeniero corrió rápidamente hacia los estantes, sacó un estuche grueso y de él extrajo un hermoso Fender que me prestó. Así pude unirme a la sesión y todos quedamos satisfechos.
Terminamos y Clara se acercó, diciéndome que iban a comer e invitándome a unirme a ellos. Acepté, ya que no tenía dinero y sí mucha hambre. Dejamos los instrumentos, salimos del edificio y caminamos hacia Little Italy. Durante el recorrido, me quedé al final del grupo con Clara, mientras Jean lideraba el camino. Me comentó que su padre era de Puerto Rico y que ella había nacido en un barco cuando su familia viajaba hacia Europa. No estaba segura acerca de las leyes en esos casos, pero al final se consideraba "tica" y canadiense, o "ticanadiense" en todo caso. Yo le conté que venía de México y que me hubiera gustado haber nacido en un barco.
Entramos a un restaurante mediterráneo y nos sentamos en una mesa larga para ordenar. Pedí una cerveza, conmemorando el momento y la mañana en la que conocí al Lobo de Montreal. Cuando llegaron las bebidas, la camarera repartió vasos con jugos y refrescos, siendo la mía la única de naturaleza alcohólica. Se hizo un silencio incómodo; a diferencia de en Ta Chido, Jean actuó como si no me hubiera visto. Uno de los músicos se acercó a mi oído, cubriendo su boca con la palma de su mano, y me susurró: "Jean es abstemio". Después de eso, no volví a tocar el bajo.
*Prohibida la reproducción parcial o total de este texto sin permiso de la editorial.
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